diumenge, 1 de juliol del 2012

Costa Rica: donde nada es lo que parece. Memorias de un catalán en el neotrópico.


Nueve de la mañana del viernes 10 de febrero de 2012, salgo del aeropuerto, confiado y pensando: “No hay problema, hablan español, me puedo entender con todo el mundo”. Una tranquilidad que se desvanecería al instante, pues mi primer contacto con Costa Rica, Ronny, me dice alguna cosa en un idioma que parece español pero que no entiendo de nada, a la vez que me da un apretón de manos que parece que quiera convertir mi mano en olla de carne. Después de mi primer susto, realizamos un viaje en taxi hasta la casa donde voy a pasar los primeros días, Ronny y el taxista siguen hablando ese idioma extraño que me resulta familiar pero del que no entiendo ni palabra. Después de acomodarme, vamos con Ronny a la U y ahí, conozco una parte más dulce del país: Mari y sus compañeras infatigables en la lucha contra la degradación del Pirro, que son las encargadas de invitarme al que sería el primero de un sinfín de casados, o lo que es lo mismo: arroz, frijoles, ensalada y otras chunches varias.

El primer fin de semana la pasó a duras penas, a medio camino entre conocer Heredia y no tener nada que hacer, hasta que llega el lunes, cuando empieza mi rutina como estudiante de intercambio pasando las horas entre el cubículo de Mari y las clases. Y en el cubículo, de repente, en el momento más inesperado, surge el amor a primera vista: Marco apareció en mi vida y ya no se iría en los restantes cinco meses. Marco fue mi nexo con la mesa de ping-pong, y la mesa de ping-pong fue el nexo con el resto de personas que iría conociendo a lo largo de este tiempo. Y así fueron pasando los días, y así fue como las horas de ping-pong fueron sustituyendo las horas en el cubículo, hasta que llegué a olvidarme como se llegaba al cubículo y empezaba a plantearme si estaba haciendo una pasantía en Geografía o en ping-pong. No puedo olvidar mencionar en estas memorias al grupo de gestión de riesgo, con el que quedábamos de vez en cuando para tener una discusión sobre algún tema relacionado con la gestión del riesgo, unas discusiones que siempre era el preludio de unas buenas cervezas acompañadas de una buena conversación y de un buen chifrijo o de un puñado de chicharrones, otra de las grandes pasiones de este país. Todavía me parece curiosa la dicotomía entre Pilsen o Imperial, en la que uno no puede alternar entre marcas. Y tú de quien eres? De Pilsen o de Imperial? Del Barça o del Madrid?

Por dicha (o no), los fines de semana eran distintos, el ping-pong y las cervezas se sustituían por unas botas y una mochila que me acompañaban a conocer país. El club de montañismo de la UCR, sí, he dicho de la UCR, así como las giras de los cursos y los viajes con los compañeros, en los que obviamente nunca faltó Marco, me permitieron conocer lugares con nombres tan exóticos como Sabanas de Murur Bizuk, Palo Verde, Rincón de la Vieja, Puerto Viejo, Bocas del Toro, Minas de Abangares, Cerro de la Muerte, La Selva, Ciudad Neilly, Isla del Caño y algún otro que seguro se me olvida. Y también, como no, la gastronomía local, con nombres igual de exóticos: ceviche, chifrijo, patí, rice&beans, vigorón, chicharrón, tasajo, patacones y los omnipresentes pinto y casado.

Estos meses me permitieron conocer un país donde nada es lo que parece. Donde la naturaleza no es tan verde como se vende y donde las ciudades no son tan grises como parecen en la primera impresión; un país regido por un sinfín de leyes sin presupuesto y por una doble moral que desconcierta al que se quiere adentrar en sus gentes y su cultura; un país donde se adora a partes iguales a dios y a los parques nacionales, donde dios se ve obligado a compartir culto con divinidades precolombinas; un país en el que se pueden ver Iphones en un bus con goteras, en el que los conductores publican memes en el facebook desde sus carros mientras sufren las presas de un hundimiento en la carretera, que nadie sabe cuándo será reparado; un país en el que la televisión por cable tiene más cobertura que la red de carreteras. Y es que Costa Rica es un país de contrastes pero no sólo naturales y paisajísticos, también culturales y morales, y eso es lo que le hace interesante. Y de ingredientes artificiales, pues como todos.

Y entre la U, el club de montaña, el grupo de riesgo (dicho así quien sabe qué parece) y otras varas, fui forjando grandes amistades sobre las que me da pena pensar que probablemente no volveré a ver jamás. Y aunque estos cinco meses han volado, me dejarán recuerdos que durarán en el tiempo, mucho más que mi paso por Costa Rica. Aunque es imposible citarlos todos, sí quiero mencionar algunos de estos recuerdos, breves fotografías que tengo gravadas en la mente, recuerdos que en este preciso momento, por lo que sea, me vengan a la cabeza: el delfín de Isla del Caño, los shots de tequila de Cahuita, la cena en casa Lizondo, la partida de UNO en Monteverde y esa poza helada, la salida a la mar desde Sierpe, la terciopelo de la Selva, la discusión sobre la práctica de Rebeca, la subida al Irazú y las horchatas que la siguieron, las puestas de sol desde Palocaido, el buceo en Bocas del Toro, la frontera de Sixaola, la catarata la Escondida, y muchos más que forman un interminable etcétera. Recuerdos que vienen acompañados de la gente maravillosa que los compartió conmigo, porque los recuerdos que no son compartidos no dejan nunca tan buen sabor de boca.

Esta fue la historia de un mae que lleguó como españolete y que se va como un catalán al que se le ha pegado algo de tico en el habla y en el corazón, un catalán para el que una vara ya jamás volverá a ser sólo un palo, para el que una teja ya no sólo sirve para construir tejados, para el que un banano no volverá a ser jamás solamente una fruta y para el que “pura vida” será, siempre más, una fuente inagotable de recuerdos mágicos de cinco meses que jamás olvidará.

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